martes, 16 de septiembre de 2014

Mi memoria

Juan Belmonte

Nunca fui de memoria muy viva, no que yo recuerde.

Es curioso pero siempre he sido capaz de memorizar, casi de manera enciclopédica, palabras, conceptos, anécdotas históricas, música, películas, técnicas de programación, síntesis y un largo etcétera de cosas que hacen de mi mundo interior un carrusel de continuo análisis estético y conceptual.
No me sucedía tanto así con los nombres. Siempre me ha costado memorizar los nombres de las personas, algo horrible por cierto, pues se dice que su nombre propio es lo más bonito que uno puede decirle a alguien. Llamarle por su nombre le da a entender que te importa, que te acuerdas, que no le olvidas.

¿Cómo le transmito a aquellos cuyos nombres olvidé que todavía me siguen importando? ¿Cómo hacerles saber que no pasaron por mi vida en balde y que dejaron huella, puede que más incluso que yo en la de ellos?

Mi reciente enfermedad me ha hecho pensar a menudo en este asunto, pues la memoria ha sido uno de los flancos más dañados por la guerra química que se sostuvo en mi cerebro, y las palabras se me fueron todas volando junto con innumerables nombres y momentos.
Por suerte algunas y algunos volvieron, otros no, no todavía.

Mis dos doctoras, las que me siguen tratando a día de hoy, me dicen que no le de importancia, que no me esfuerce por recordar, y que sobre todo no intente reconstruir cualquier evento de los últimos tres años pues, para explicarlo de alguna manera, es como si la tinta de mi impresora hubiese fallado y sólo se hubiesen escrito fragmentos muchas veces inconexos. Sucede lo mismo con ciertos años de mi vida, su recuerdo se ha trastocado tras este proceso más de lo que podía imaginar.

Curiosamente he descubierto algo alucinante en el camino: resulta que recuerdo cosas que no sucedieron.